lunes, 1 de diciembre de 2014

El reloj implacable del tiempo

La página de su cuaderno permanecía pegada a su mesa; como si alguna fuerza extraña, en su simpleza, la mantuviera presa.
No entendía bien por qué continuaba allí sentada, pero allí seguía. Implacable al tiempo, al viento, al reloj de arena que avanzaba lento.
Ella perduraba. Sin percibir la tempestad de las horas. ¿Cuántos segundos habrían transcurrido?
Ni siquiera se lo preguntaba, había aprendido que la mayor enemistad del hombre es el testigo, quizás por su inconsciencia y mi omnipresencia. Por su desconocimiento del presente... sus dudas seguían latentes.
Al centellear del alba su cabello tornaba naranja, como un resplandor tostado del cielo.
Y, una noche más, comenzó a contar las estrellas del firmamento.
Sin poder conciliar el sueño, se dijo:
-Estúpida mente la mía, ¿por qué mi alma de hierro, anclada a este pedestal continúa aquí sin poder volar?
La tortura continuaba y en su digno enloquecimiento se volvió a preguntar por qué las estatuas tenían pensamiento.

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