miércoles, 1 de octubre de 2014

Cómo salir de Roma. Cap. 1

Estaba sola. Muy sola. Caminaba por las calles mojadas que me llevaban hasta casa. El lugar donde me iba a encerrar durante dos semanas a comer sin parar bizcocho, a ver películas ñoñas de Amanda Seyfried, a quedarme bajo las sábanas buscando una protección que no iba a encontrar, un consuelo que nunca lograría calmar.
Arrastraba los pies mientras maldecía en secreto, mientras las lágrimas internas se agolpaban bajo mis pestañas, como si no hubiera forma más cruel de recordarme que era débil. Que yo tenía la culpa.
Me amargaba pensar que tendría que tirar aquel peluche, todos esos regalos. No, tirarlos no. Mejor quemarlos para asegurarme de su auténtica destrucción. Ay, pero, ¿y las cenizas? Esas se las lleva el viento. Sí, se las lleva el viento.
-Espera, ¿y si se cuela alguna mota de polvo debajo de la cama y se queda conmigo eternamente? No quiero seguir recordando, pero las cenizas que se quedan me evocarán recuerdos.
-Sí, María, sí. Van a ser las cenizas lo que evocan tus recuerdos. Lo siento, pero es inevitable, eres una niña estúpida que se va a seguir torturando por los recuerdos del pasado. Anda, mira, ahí hay una panadería. Ve y cómprate un suministro industrial de bollos de chocolate para engordar y parecer un elefante. Después sí, después te deprimirás por no haber sabido llevar la ruptura y le pedirás volver a retomar la relación. Lo llevas haciendo dos años y aún no te has dado cuenta de que te estás envenenando. Pero tú tira, ¿eh? Yo no voy a impedirte que peses doscientos quilos. Solo soy una parte de tu mente que habla contigo y no me harás caso, María. Nunca me haces caso. Ni siquiera cuando lo único de lo que intento librarte es de... ese pestazo que llevas encima, ¿no te estarás ya arrepintiendo?
-Oh, Dios, déjame ya. Tengo frío y estoy llorando, ¿no estás ya contenta? Y sí. Tenías razón, ¿vale? Toda la razón del mundo. Toda la razón que quieras e incluso un poco más. Pero nada va a cambiar. Esta vez no vas a conseguir engañarme con tus palabras, con tus trucos de feriante. Ahora, cállate y ayúdame a pensar.
-Oh, sí, venga. Vamos a pensar en cómo sentirnos culpables al dejar a su pobre alma desdichada vagando entre la muchedumbre. Ay, si una luz iluminase sus ojos como lo hacías tú con tu corazón... -dijo entre carcajadas.
-¿¡Por qué no dejas ya de burlarte de mí!?
Eso último escapó de mi tranquilidad, me puse demasiado nerviosa. Fue tal la rabia que sentía que mis oídos retumbaron ante semejante grito. Desgraciadamente, los oídos de toda la calle retumbaron al son del mío.
-Genial... por tu culpa ahora creen que estoy loca. Guay.

-¿Por mi culpa? Eres tú la que grita. Anda, vámonos a casa, tengo ganas de dormir.
-Ya, claro. Pues no, te quedas aquí.
-¿Cómo me voy a quedar aquí si formo parte de ti? ¿Me lo explicas?

Sin quererlo sentí impotencia, una lágrima fácil resbaló por mi mejilla, seguí caminando tropezando con la ironía hacia mi casa. Donde pensé que tal vez nunca volvería a avistar tierra firme.
Y no sabéis cómo me equivocaba.