martes, 29 de abril de 2014

Hechizada


Continué mirándola, pensando que aquella mirada era digna de ser llamada divina, me quedé mirando a sus ojos infinitos como su eterna alegría. Observé detenidamente su sonrisa y me di cuenta de que, realmente, me estaba enamorando de ella.

Mi corazón palpitaba tan fuerte y mi mirada revelaba mis verdaderos sentimientos hacia ella. Entonces fue cuando me di cuenta de que el amor no es nada premeditado y solo cuando lo alcanzas, es cuando eres consciente de su simplicidad y de su belleza, de su complicidad y su necesidad. ¿Cuántas veces había esperado en mi vida aquella mirada de complicidad que ella me dirigió?

En ese momento en el que nuestros corazones se encontraron y nuestros sentimientos salieron a la luz, esbocé una tímida sonrisa. Ella me correspondió con una mirada cargada de ternura. Y esa mirada fue la auténtica prueba de que aquello que había encontrado era el verdadero amor, ese amor incondicional, sin límites, sin fronteras, sin fin... ese amor perpetuo, ese amor que busca la eternidad y la libertad. Un auténtico amor, que no entiende de cadenas ni opresiones, no entiende de distancias ni de engaños.

Mi corazón quedó aturdido ante aquella mirada penetrante, y solo entonces, logré balbucear breves palabras. Unas palabras que salían de mi boca y se perdían entre los suspiros que exhalaba, unas palabras que no lograban ser encontradas por su destinatario, que impedían ser recibidas... culpables, mis nerviosos labios.

Nos acercamos el uno al otro, lentamente, sin pararnos a pensar en el tiempo. Fue ahí, cuando comprendí por qué el tiempo es barrera. Cuando comprendí que la piel es un obstáculo cuando buscas contacto con el alma.

Estando ella y yo a menos de un suspiro de distancia, acercamos nuestras manos hasta poder tocarlas. Mi mano temblorosa y fría. Mi mano impaciente y deseosa. Acercamos nuestros labios al tiempo. Cerré mis ojos, esperando aquello, aquella sensación que llevaba ansiando tantas noches pensando en ella, en tan solo verla una vez más.

Rozando nuestros labios estaban. Entonces sentí el frío, el frío de la crueldad y la traición, la suavidad de una puñalada, la genialidad de un asesinato y las lágrimas asomando a mis ojos. Notando la angustia en mi garganta y el sufrimiento en mis venas me separé de sus endiabladas garras.

Lo que vi a continuación, consiguió dejarme apenas sin aliento. Frente a mis ojos, una mirada maquiavélica se mostraba y una sonrisa tétrica ensombrecía aquel bello rostro al que yo adoraba, creí ver su alma tornarse malvada y su corazón ennegrecer. Entendí las sinuosas formas que mi mente enturbiaban y mis ojos cegaban, hasta tal punto de no conseguir, siquiera, oír la maléfica risa que en el aire se escuchaba. Y sentí miedo. No, miedo no. Más bien sentí auténtico pavor de aquella imagen que ante mí se levantaba.

A continuación, pude por fin escuchar con claridad aquella risa que a mi corazón asqueaba, aquella risa satírica y burlona que por sus labios escapaba.

Y la golpeé, la golpeé con todas mis fuerzas. La estampa que antes estaba, desapareció ante mis ojos, rota en mil pedazos. No pude contenerme y destrozar aquellos trozos de cristal.

Miré mis manos, llenas de sangre ahora. Desencantada por aquel hechizo, salí de la habitación... no sin antes ver un reflejo de mí misma en uno de los trozos de aquel espejo que yo misma había destruido.
 
 
 

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