martes, 3 de febrero de 2015

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Ella era dulce, como una rosa blanca. Quebradiza, fina, frágil. 

Era el esteoreotipo de mujer bella. 
Dependiente, inocente, ingenua. 

Pestañeaba con delicadeza, como abanicando el aire. 
Caminaba con coquetería. 
Perfumaba sus vestidos con la más cara agua de flores. 
Llevaba las uñas limadas, el rostro empolvado y el pelo cepillado. 
Los labios pintados de un tono claro, besables, deseados. 




Era la mujer que cualquier hombre deseaba, y estaba en un nivel que cualquier mujer desearía alcanzar. 

Sin embargo, yo era ruda, dura como cuarzo. 
No caminaba erguida ni perfumaba mis arapos con más aroma que el de la naturaleza. 

Era valiente, sincera, divertida. 
Independiente y valerosa. 
Llevaba el pelo enganchado en una cola. 
Mi tez estaba bronceada como el carbón. 
Era una flor de lirio, un rayo de otoño. 
No me dejaba extorsionar ni manipular. 
No pretendía ser bonita, solo fuerte e inteligente. 
No pretendía atraer, mi objetivo no era más que sobrevivir, un día tras otro. 
La rosa blanca y la flor de lirio. 
Yo tenía las espinas. 
Ella tenía la belleza ópaca y sencilla de una flor. 
Yo tenía los pensamientos, ella dibujaba corazones en el vaho. 

Y...no éramos nada más que polos opuestos, pero iguales. 
Dos caras de una misma moneda. 
Dos carriles de una carretera. 
Una bella flor y una mala hierba. 
La pluma y el aguila. 
El temor y la que atemora. 
El cielo y el infierno, allá donde lo haya. 
El trofeo y la vencedora. 

el sueño, y la aspiración.