Encendía su pitillo contrastando
con la luz de la oscuridad, la suave brisa de un viento sin procedencia hacía
acto de presencia en su cabello, ya blanquecinos después de haber recorrido un
gran camino dificultoso... decidió encerrarse y consumirse como la ceniza que
iba liberando de aquel cigarro, se perdía mientras con suspiros tormentosos
conseguía imaginar algún que otro macabro pensamiento.
A cada bocanada de aire que
decidía de vez en cuando tomar parecía liberarse un poco más de aquel cuerpo al
que el destino había decidido encadenarlo. Atrapado en un mundo donde el único
amor que había logrado adivinar había sido el de la piedad y misericordia. Ni
siquiera pudo en ningún momento de su vida conseguir siquiera describir un
sentimiento de cariño.
Ahora respiraba entrecortadamente
a pasos agigantados mientras miraba con sus pequeños ojos aquella pared de
ladrillo que tan tristemente se dibujaba desde la más remota negrura nocturna.
Aquella luz anaranjada del fuego
que con pequeñas chispas se apagaba lentamente, aquella luz que él veía en el
suelo de mármol desgastado por el paso del tiempo. Desgastado y agrietado. Un
reflejo perfecto de su ya viejo corazón.
Comprendió que la inocencia es
para la infancia más libre, sin embargo la más pura inocencia se resume en un
pensamiento adulto. La base del conocimiento es aquella capacidad inagotable,
aquellos ojos escintilantes que brillan cual estrellas en las noches que pasan
despiertos. Durante los días más puros de aquella inocencia falsa que se
resumen en unos sentimientos tenebrosos de cristal.
Comprendió entonces por qué los
niños quieren mirar bajo sus camas, buscando la posibilidad de perderse, de
encontrar el miedo y hacerle frente. Porque el miedo externo no es rival para
aquel que es provocado por un ente interior. Quizás es por eso por lo que nos
asustamos cuando nos miramos al espejo... quizás hallemos dentro de nosotros
aquella fuerza necesaria para romper la inocencia más pura e infantil... quizás
todavía se encuentre tras nuestra máscara de apariencias... quizás el miedo procedía
de nuestras almas más internas que pretendían salir de nosotros. Voces que
luchaban por perderse y desintegrarse con el viento... igual que la ceniza que
desprendía aquel pitillo que por última vez encendió.
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