Esos últimos segundos en los que
te matas pensando, corrigiendo posibles fallos en tu mente, mientras torturas
tu cuerpo y tu alma, tu ser más inquieto y tu vida de fuera queda reducida ese
momento. Ese momento de espera, ese momento de falta de aire y tiempo, mucho
tiempo.
La sensación del olvido, del
ridículo y de la falta de experiencia. Del escarmiento del miedo y de la
auténtica belleza. Ese sentimiento de amor y miedo, esos dos que se buscan y se
encuentran

Y, cuando crees no poder tomar
aire para seguir respirando, entras a escena. Y mantienes esos últimos
pensamientos en el aire. Cuentas los tiempos en tu mente y los movimientos los
escribes en tu pecho. Alzas la cabeza y muestras tu actitud.
Notas las miradas, notas la
inquietud. Sientes el frío, sientes la luz. Mueres en vivo, mueres en la cruz.
La cruz del sufrimiento que te condena amar aquello que anhelas, y la sangre se
te hiela cuando los compases de tu vida empiezan a sonar. Entonces te
transformas en ese ser que solo sabe bailar.


Intentando no pensar en todo,
intentando no pensar en nada... exhalas tus suspiros al cielo, como dando las
gracias. Y en el escenario mueres, dando la vida por él, en el mismo lecho que
un día te vio nacer.