Una mañana paseando por el
parque, ese parque que mis más tiernos y sinceros recuerdos evocaba, ese parque
en el que yo había pasado mi más inocente infancia. Ese de los frondosos
árboles que me resguardaban del sol en aquellas calurosas tardes de verano. Ese
mismo parque que en ocasiones yacía, derrumbado por una alfombra marrón
anaranjada de hojas, muertas por el manto frío de otoño que envuelve el lugar,
en el que tan sólo se escucha el suave movimiento del agua de la vieja fuente.
Una enorme nostalgia invadió mi
corazón, y una sensación de tiempo perdido me derrumbó por dentro.
Aquella alfombra de hojas, que
parecía juntarse con los árboles, invitaba a revolcarse sobre ella... como en
la más infantil madurez.
Y no sé, quizás quisiera regresar
a mi ya olvidada infancia. De hecho, me senté en un viejo banco, cerca de la
fuente que resonaba como una voz inocente y pura, frágil y de cristal.

Y sentí la luz del sol
acariciando mi piel, sentí cómo la sensación de bienestar me invadía por
dentro, y las lágrimas asomaron por mis temblorosos ojos marrones. La brisa
movía mi cabello al son de la música que los pájaros entonaban. Y en ese
momento sentí que podía realmente volver a ser una niña.
Y los vi. Vi a aquellos niños
riendo y corriendo, sintiéndose como los verdaderos dueños de su vida. Preocupados
por nada más que por aprovechar las horas en las que el sueño los mantuviera
despiertos. Viviendo en la infantil inocencia. Y les deseé que nunca quisieran
crecer. Porque, entonces, es cuando te das cuenta de cuánto necesitas volver a
ser niño, porque, por más que lo desees, no volverás a recuperar nunca esos
años de tu vida, y simplemente te queda seguir avanzando por el camino.

Que lo mejor es siempre cumplir
tus propios deseos, dejar que el tiempo decida, dejar que todo sea como el
destino así lo diga, dejar a la vida llevarte por el camino de la felicidad.
Y me pregunté el porqué. ¿Por qué
no disfrutaba en ese momento? No había respuesta. Simplemente dejé que el
instinto me llevara. Así que, olvidando los prejuicios, me deshice de toda
cuerda que estuviera atando a mi felicidad, a mi belleza interior.
Dejé todo en aquel banco. Y eché
a correr, con los brazos en alto, reclamando mi libertad. Y juro que ese
reflejo de poder me hizo flotar. Juro que volví a ser niña, tirándome en
aquella fuente, haciendo lo que quería. Limpiándome de todo lastre, de toda
tristeza, de toda sensación de impotencia, de mi madurez estúpida. Ignorando la
mirada de aquellas personas, que, en el fondo, querían también liberarse de sus
opresiones. Pero su inútil orgullo no se lo permitía. Y los niños se sumaron a
mi declaración de independencia. Y me sentí de fábula. Reconfortada. Y no quise
cambiar de nuevo.