Así la memoria descansa,
acurrucada entre recuerdos. Fotografías en marcos de sueños.

Besos entre los suspiros más
lentos. Así la ironía muere, cuando el atardecer descansa.
Así vivo en mares, durmiendo en colchones llenos
de voces. Voces que incitan a despertarme. Pero no despierto.
Mi inocencia sigue vigente,
cuando escucho esa melodía que todavía te ves capaz de interpretar. Mi llanto
puede seguir corriendo por mis mejillas cuando el eco cada vez suena más y más
lejano.

Un ligero sabor a vida todavía me
atormenta por las noches. Cuando por fin despierto, bañada en dolor, con frío y
sudorosa. Son realidades tan ficticias como el hecho de respirar. Quizás es que
me enveneno por dentro con mi memoria, quizás es por eso por lo que siento morir.
Pero, otras veces, aquella
canción consigue abrir un claro en medio de este desierto en el que, sin
querer, llovizna. Sin querer, también, vivo en una metáfora sin sentido, en
medio de un caos en el que el orden significa ignorancia.
Y en este desierto, a veces el
calor cede y no veo más que ilusiones. Ópticas. O no.