Era tarde. Muy tarde. El tictac,
el repiquetear de las gotas de lluvia, el viejo disco puesto en el reproductor,
la manta colocada cuidadosamente resguardándome del frío. Sin quererlo, sin
pensarlo, quizás culpable por cometerlo. Quizás.
Reescribí los versos de mi
memoria. Remonté mi alegría a tan solo ciento veintitrés minutos. Minutos que
se eternizan. Que no parecen querer tragarse mi vida y devorarla. Una lágrima
escapó de su cautiverio. Resbalando suavemente por mi mejilla. No queriendo
saber nada de cómo podías sentirte. Pensando en cómo me habías destrozado
enteramente.
Con pena recordé al mundo hace
ciento veintiséis minutos. Recostada a tu lado parecía segura, viva. Tu brazo
descansaba delicadamente sobre mi hombro. Era tuya. Te pertenecía, y lo sabías.
Y tus "te quiero" al oído, que eran el mayor regalo de todo tu mundo,
que creía me incluía. Acariciabas mi pelo con tus dedos, y yo te miraba,
dándome cuenta de que no dejaría jamás de mirarte, hasta que nuestras almas se
desgastasen. Esa fue mi promesa. Mi promesa que decidí hacer realidad en tus
ojos, en los que sin querer evitarlo me perdía.
Y en tus labios me encontraba
para volverme a desorientar. Y soñando me encontraba de nuevo.
La realidad se aleja de los
sueños y caí. Caí y di muy fuerte contra el suelo, despertándome de una vez por
todas de aquel cuento de hadas ficticio.
Y en una brevedad de
sentimientos, me arrepentí de no poder representar mejor mi sufrimiento. Me arrepentí
de tantas cosas en tu ausencia. De tantísimos instantes y de tantos momentos.
Todos ellos diferentes. Compartiendo una esencia. Sintiendo en mis lágrimas
arrojadas pidiendo perdón por hacerlo.
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