Estaba sola. Muy sola. Caminaba por las calles mojadas que me llevaban
hasta casa. El lugar donde me iba a encerrar durante dos semanas a comer sin
parar bizcocho, a ver películas ñoñas de Amanda Seyfried, a quedarme bajo las
sábanas buscando una protección que no iba a encontrar, un consuelo que nunca
lograría calmar.
Arrastraba los pies mientras maldecía en secreto, mientras las lágrimas
internas se agolpaban bajo mis pestañas, como si no hubiera forma más cruel de
recordarme que era débil. Que yo tenía la culpa.
Me amargaba pensar que tendría que tirar aquel peluche, todos esos
regalos. No, tirarlos no. Mejor quemarlos para asegurarme de su auténtica
destrucción. Ay, pero, ¿y las cenizas? Esas se las lleva el viento. Sí, se las
lleva el viento.
-Espera, ¿y si se cuela alguna mota de polvo debajo de la cama y se
queda conmigo eternamente? No quiero seguir recordando, pero las cenizas que se
quedan me evocarán recuerdos.
-Sí, María, sí. Van a ser las cenizas lo que evocan tus recuerdos. Lo
siento, pero es inevitable, eres una niña estúpida que se va a seguir
torturando por los recuerdos del pasado. Anda, mira, ahí hay una panadería. Ve
y cómprate un suministro industrial de bollos de chocolate para engordar y
parecer un elefante. Después sí, después te deprimirás por no haber sabido
llevar la ruptura y le pedirás volver a retomar la relación. Lo llevas haciendo
dos años y aún no te has dado cuenta de que te estás envenenando. Pero tú tira,
¿eh? Yo no voy a impedirte que peses doscientos quilos. Solo soy una parte de
tu mente que habla contigo y no me harás caso, María. Nunca me haces caso. Ni
siquiera cuando lo único de lo que intento librarte es de... ese pestazo que
llevas encima, ¿no te estarás ya arrepintiendo?
-Oh, Dios, déjame ya. Tengo frío y estoy llorando, ¿no estás ya
contenta? Y sí. Tenías razón, ¿vale? Toda la razón del mundo. Toda la razón que
quieras e incluso un poco más. Pero nada va a cambiar. Esta vez no vas a
conseguir engañarme con tus palabras, con tus trucos de feriante. Ahora,
cállate y ayúdame a pensar.
-Oh, sí, venga. Vamos a pensar en cómo sentirnos culpables al dejar a su
pobre alma desdichada vagando entre la muchedumbre. Ay, si una luz iluminase
sus ojos como lo hacías tú con tu corazón... -dijo entre carcajadas.
-¿¡Por qué no dejas ya de burlarte de mí!?
Eso último escapó de mi tranquilidad, me puse demasiado nerviosa. Fue
tal la rabia que sentía que mis oídos retumbaron ante semejante grito.
Desgraciadamente, los oídos de toda la calle retumbaron al son del mío.
-Genial... por tu culpa ahora creen que estoy loca. Guay.
-¿Por mi culpa? Eres tú la que grita. Anda, vámonos a casa, tengo ganas
de dormir.
-Ya, claro. Pues no, te quedas aquí.
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